El ángel Gabriel fue enviado «a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret». Es una historia que conocemos todos, y que nos interpela en algunas épocas del año, más fuertemente. Pero ese anuncio del ángel, es transversal a nuestra vida como cristianos.
Decir Galilea significa nombrar una región esencialmente comercial, cruce de gentes, tierra habitada por paganos… En aquella región, además, Nazaret es un lugar apartado, sin renombre, cosa que atestigua también el dicho reflejado por el evangelista san Juan: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1, 42). Desde lo alto de los cielos el mensajero de Dios desciende tan lejos y tan abajo en la Encarnación.
Sorprendente misterio el de las elecciones de Dios, que nos interpela y al mismo tiempo nos remueve: nadie es prescindible para Dios, de todos espera Él una generosa colaboración a su historia de salvación. Dios es tenaz en su amor, nos conoce y, aunque no invade, tampoco está dispuesto a darse por vencido tan fácilmente por más resistencias que pongamos por nuestra parte. Para Dios somos únicos e irrepetibles, por eso no le es indiferente nuestra respuesta, es decir, nuestro sí. ¡Para Dios no somos prescindibles!
Pero… ¿Y si todo esto no fuera sino una semilla loca que nuestra psicología ha creado, una especie de proyección o de ilusión? Dice san Francisco en una de sus oraciones: «Tú eres amor, caridad». El amor de Dios por nosotros no es una ilusión, porque podemos verlo y tocarlo en una persona: Jesucristo. San Francisco nos enseña a acoger la “verdad” del amor de Dios hecho carne. Ojalá que en nuestro corazón nazca el asombro, el agradecimiento y, al final, caigamos rendidos ante un amor así: «Aquí estoy, Señor. Hágase en mí».