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Del Evangelio de Juan 8, 1-11

En aquel tiempo, mientras Jesús enseñaba en el Templo, los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?». Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?». Ella contestó: «Ninguno, Señor». Jesús dijo: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».

Jesús, este evangelio siempre me ha asombrado. Te muestran a una mujer sorprendida en adulterio, una mujer a la que según la ley de Moisés tendrían que apedrear, y ante la pregunta de “¿Tú, qué dices?”, te pones a escribir en el suelo.

Jesús, ¿qué escribes en él? Tuvo que ser algo gordo porque, después de tus garabatos, los que condenaban a la mujer por su pecado se marcharon sin rechistar. ¿No será, Jesús, que escribiste los pecados de ellos en la arena? ¿No será que se reconocieron pecadores por lo que les mostraste? ¿No será que se dieron cuenta de que conocías cada una de sus faltas?

Jesús, ando siempre fijándome en las cosas que hacen los demás, señalando y acusando a los otros, pero olvidando lo que hay en mi corazón. ¡Y es que hay tantas veces en las que no te quiero…! Jesús, que no me avergüence de confesar todo lo que me aleja de ti, porque, como dices a la adúltera, no me condenas, me amas y me lanzas a vivir en verdad y sin pecar más.

Gracias por no condenarme, por darme siempre una nueva oportunidad. Gracias por regalarme esta Cuaresma para hacerme consciente de tu infinita bondad. Gracias, Jesús, por demostrarme que conoces hasta el fondo de mis entrañas; que conoces todos y cada uno de mis pecados. Ayúdame a descubrir tu misericordia y a acercarme a ti, con humildad, para no pecar más. Amén.

Piensa qué cosas te han alejado de Dios y dale gracias porque nunca te condena.