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Así ocurrió

San Francisco de Asís recibió en su cuerpo los estigmas de la Pasión de Jesucristo en septiembre de 1224 mientras oraba en el monte Alverna. Este año celebramos pues el octavo centenario de este acontecimiento que fue único y el primero de ese tipo. San Francisco se convirtió así en el primer estigmatizado en la historia cristiana. Algo tan potente y singular fue ampliamente divulgado por la Orden y fue un elemento clave por el que adquirió renombre y prestigio. Y por eso también los estigmas han sido puestos en cuestión dentro y fuera de la Iglesia desde antiguo y también en los tiempos recientes. Nosotros vamos a intentar no distraernos y a dejar que el Señor nos hable también hoy en nuestra propia experiencia de configuración con Cristo. Desde nuestro bautismo Cristo es nuestra identidad: soy cristiano. Nuestra identidad sólo podemos reconocerla y nutrirla en el encuentro vivo y real con Cristo Crucificado y Resucitado. La experiencia de Francisco ha sido iluminadora para todas las generaciones creyentes posteriores, que lo sea también para nosotros hoy.

El papa Francisco nos ha recordado que “La Verna con los estigmas (1224) representa «el último sello» —como dice Dante (Paraíso, XI, 107) — que hace al Santo asimilado a Cristo crucificado y capaz de penetrar en la vida humana, radicalmente marcada por el dolor y el sufrimiento. San Buenaventura escribió que «la carne santísima» de Francisco, «crucificada junto con sus vicios», transformada «en una nueva criatura, mostraba a los ojos de todos, por un privilegio singular, la efigie de la Pasión de Cristo y, por un milagro jamás visto, anticipaba la imagen de la resurrección»”. Y haciendo incluso una referencia personal nos decía: “Cuando elegí llamarme Francisco, sabía que hacía referencia a un santo muy popular, pero también muy incomprendido. De hecho, Francisco es el hombre de paz, el hombre de pobreza, el hombre que ama y celebra la creación; pero ¿cuál es la raíz de todo esto?, ¿cuál es la fuente? Jesucristo. Es un enamorado de Jesucristo, que para seguirlo no tiene miedo de hacer el ridículo, sino que sigue adelante. La fuente de toda su experiencia es la fe. Francisco la recibe como don ante el Crucifijo, y el Señor Crucificado y Resucitado le revela el sentido de la vida y del sufrimiento humano. Y cuando Jesús le habla en la persona del leproso, él experimenta la grandeza de la misericordia de Dios y la propia condición de humildad. Por esto, lleno de gratitud y de estupor, el Pobrecillo pasaba horas con su Señor y decía: “¿Quién eres tú? ¿Quién soy yo?”. De esta fuente recibe en abundancia el Espíritu Santo, que lo impulsa a imitar a Jesús y a seguir el Evangelio al pie de letra. Francisco ha vivido la imitación de Cristo pobre y el amor por los pobres de forma inseparable, como las dos caras de una misma moneda”.

Los papas y los estigmas de Francisco

San Juan Pablo II celebró la fiesta de los Estigmas de San Francisco en el Monte Alverna el 17 de octubre de 1993. Allí recordó que en San Francisco se cumplieron en ese lugar las palabras de san Pablo a los Gálatas: «llevo en mi cuerpo las llagas del Señor Jesús». El amor que llevaba en el corazón le hizo similar a su Amado. Fue un don precioso del Señor a quien llevaba toda una vida tratándose de configurar con él. Esta recepción de las cicatrices de la Pasión de Cristo ponía de relieve que Francisco llevó la cruz de cada día, viviendo la verdad de la paradoja: «quien pierda su vida por Mí, la encontrará»; en Cristo perder es ganar. Cómo se revela la sabiduría de la Cruz. El mundo no quiere cruz. San Francisco se convirtió con toda su vida y especialmente en el monte Alverna en un testimonio actual de vida cristiana.

Después el papa Benedicto XVI visitó el santuario de La Verna en mayo de 2012, diciendo: “¡Contemplar la cruz de Cristo! Hemos subido como peregrinos al Sasso Spicco de La Verna donde «dos años antes de su muerte» san Francisco recibió en su cuerpo los estigmas de la gloriosa pasión de Cristo. Su camino de discípulo lo había llevado a una unión tan profunda con el Señor que compartía incluso sus señales exteriores del acto supremo de amor de la cruz. Un camino iniciado en San Damián ante Cristo crucificado contemplado con la mente y con el corazón. La continua meditación de la cruz, en este lugar santo, ha sido camino de santificación para numerosos cristianos que, a lo largo de ocho siglos, se han arrodillado aquí para orar, en el silencio y en el recogimiento”.

Y los Ministros Generales de la Familia Franciscana consideran que “es delante del Crucifijo y a los pies de la Cruz que somos capaces de comprender plenamente la perspectiva de todo el Evangelio. En la Cruz de Cristo la comunidad de los fieles se forma como fraternidad, en la cual el fundamento teológico es el sacrificio pascual de Jesús, el primogénito entre muchos hermanos. Convertidos en hermanos y hermanas por la sangre di Jesús, derramado en la cruz por la remisión de los pecados, los cristianos se sienten llamados a hacer la ofrenda de sí mismos para aprender a custodiar el carisma de la fraternidad y de la unidad, contra toda forma de división y separación. Francisco de Asís, a pesar de no ser teólogo, nos indica una elevada espiritualidad cristocéntrica, fuente de amor para todas las criaturas. Y cuando ha llegado, de manera inesperada, el don de los hermanos, él se dirige con toda confianza al Altísimo para que le revele lo que debería hacer. Desde esa perspectiva, la fraternidad franciscana se origina y se regenera como experiencia de total conformidad con Cristo. Por eso, el testimonio de la vida de fraternidad en el mundo de hoy consistirá en transmitir, de modo comprensible, aquello que de la humanidad de Cristo hemos aprendido, encarnando el Evangelio en el don libre y total de la propia vida”.

El hecho objetivo

¿Qué le sucedió a san Francisco en el monte Alverna? San Buenaventura lo narra así: “… mientras oraba…, vio bajar de lo más alto del cielo a un serafín que tenía seis alas tan ígneas como resplandecientes. En vuelo rapidísimo avanzó hacia el lugar donde se encontraba el varón de Dios, deteniéndose en el aire. Apareció entonces entre las alas la efigie de un hombre crucificado, cuyas manos y pies estaban extendidos a modo de cruz y clavados a ella. Dos alas se alzaban sobre la cabeza, dos se extendían para volar y las otras dos restantes cubrían todo su cuerpo… Estaba sumamente admirado ante una visión tan misteriosa, sabiendo que el dolor de la pasión de ningún modo podía avenirse con la dicha inmortal de un serafín. Por fin, el Señor le dio a entender que aquella visión le había sido presentada así por la divina Providencia para que el amigo de Cristo supiera de antemano que había de ser transformado totalmente en la imagen de Cristo crucificado no por el martirio de la carne, sino por el incendio de su espíritu. Así sucedió, porque al desaparecer la visión dejó en su corazón un ardor maravilloso, y no fue menos maravillosa la efigie de las señales que imprimió en su carne. Así, pues, al instante comenzaron a aparecer en sus manos y pies las señales de los clavos, tal como lo había visto poco antes en la imagen del varón crucificado”.

Antes, el primer biógrafo, Tomas de Celano, lo refería de este modo: «Las manos y los pies se veían atravesados en su mismo centro por clavos, cuyas cabezas sobresalían en la palma de las manos y en el empeine de los pies y cuyas puntas aparecían a la parte opuesta. Estas señales eran redondas en la palma de la mano y alargadas en el torso; se veía una carnosidad, como si fuera la punta de los clavos retorcida y remachada, que sobresalía del resto de la carne. De igual modo estaban grabadas estas señales de los clavos en los pies, de forma que destacaban del resto de la carne. Y en el costado derecho, que parecía atravesado por una lanza, tenía una cicatriz que muchas veces manaba, de suerte que túnica y calzones quedaban enrojecidos con aquella sangre bendita».

Evidentemente una experiencia mística de este calibre no es fácil de describir. Con todo, es una experiencia luminosa para nosotros hoy. El seguimiento de Cristo, siempre por gracia y a la vez por deseo y empeño humano, puede llegar a ser vivido en cuerpo y alma. San Francisco ha sido siempre admirado por esta vivencia radical. Es luminoso y apasionante este hombre medieval, especialmente para esta cultura líquida o gaseosa que nos envuelve. Dios nos conceda salir de la mortal mediocridad y podamos así encauzar nuestras vidas por el camino de la Verdad, el camino de la Cruz salvadora, el camino del Señor Jesús.

La Pasión de Cristo en los estigmas de Francisco

Los estigmas de San Francisco son un signo de la Pasión del Señor y de un corazón liberado. En el Sacro Convento de Asís se conserva un pergamino autógrafo de san Francisco que contiene también un texto del hermano León que nos sitúa, con testigo privilegiado que fue, en el preciso contexto de la estigmatización: «El bienaventurado Francisco, dos años antes de su muerte, hizo una cuaresma en el monte Alverna, en honor de la bienaventurada Virgen, Madre de Dios, y del bienaventurado Miguel Arcángel, desde la fiesta de la Asunción de Santa María Virgen hasta la fiesta de San Miguel de septiembre. Y se posó sobre él la mano del Señor. Después de la visión y de la alocución del Serafín y de la impresión de las llegas de Cristo en su cuerpo, compuso estas Alabanzas, escritas en el otro lado del papel, y las escribió de su propia mano, dando gracias a Dios por el beneficio que le había concedido». ¿Qué beneficio había recibido? Pues conviene recordar que hacía más de dos años que San Francisco padecía una gran tentación. Sus compañeros cuentan que no conseguía mostrarse alegre como era habitual en él, volviéndose incluso taciturno y aislado de los demás, y siempre recurriendo entre lágrimas al Señor para que le ayudase a superar esa horrible situación.  La superación de este episodio de tristeza y, seguramente depresión, es el gran beneficio que recibió en el monte Alverna.

Podemos pues decir que san Francisco, como todos los grades místicos, vivió su propio Getsemaní después de ascender a las cumbres de la unión con Dios: tuvo que atravesar la noche oscura del espíritu, el silencio de Dios, que parecía ignorar sus gritos de angustia y sufrimiento. En el monte Alverna vive una experiencia extraordinaria que le unió profundamente al Crucificado-Resucitado que tanto había sufrido por él, y comprendió definitivamente que sólo en y por la cruz podía ser un total, definitivo y verdadero discípulo de Jesús. Los estigmas serían así como el sello de la superación definitiva de las “ausencias” de Dios, que tan dolorosamente había experimentado.

Así pues, el “beneficio” recibido del que habla fray León podría considerarse no sólo el haber recibido en su cuerpo las señales de su identificación total con Cristo pobre y Crucificado, si no también el don inmenso de una renovada paz interior, el “paz a vosotros” de Jesús resucitado, que le hacía aceptar situaciones que antes habían sido causa de tentación.  Esta experiencia viva y ardiente de Jesús Crucificado y Resucitado fue para Francisco un auténtico renacer, un bautismo en el fuego del Espíritu Santo. También nuestras heridas, las que más nos hacen sangrar, pueden convertirse en puertas abiertas a través de las cuales pueda penetrar el Espíritu Santo con el don de la Paz…