Las fuentes hagiográficas nos cuentan que Francisco de Asís, tras un intenso período de actividad apostólica, se retiró al Alverna para realizar una cuaresma de ayuno y oración, como era su costumbre. Precisamente en este contexto de silencio y oración, el Poverello recibió la visita del Serafín alado, ya que sólo el silencio permite escuchar y acoger al que habla. En el Alverna, el profundo deseo que animaba al Poverello a seguir a Cristo y a conformarse totalmente con Él, se hizo realidad
en el encuentro con el Crucificado, imprimiendo los signos del amor en su corazón y en su cuerpo. San Buenaventura resume así la experiencia de Francisco: «El verdadero amor de Cristo había transformado a este amante suyo en la misma imagen del Amado» (Leyenda mayor 13, 5). El encuentro con el Amado se convierte en canto de alabanza; por eso Francisco, tras el encuentro con el Crucificado, compone las Alabanzas del Dios Altísimo, una oración que brota de un corazón enamorado, totalmente centrado en el Tú divino: «Tú eres santo, Señor Dios único, que haces maravillas. Tú eres fuerte, Tú eres grande, Tú eres altísimo…» (Alabanzas del Dios Altísimo 1-2).
Celebrar el centenario de la impresión de los estigmas como Familia Franciscana es una invitación a recuperar en nuestra vida cotidiana esa dimensión de silencio orante y contemplativo que nos sitúa ante lo esencial, que nos permite reconocer el deseo de infinito que reside en nuestro corazón, que nos permite escucharnos a nosotros mismos, a los demás y a Dios. De hecho, aún hoy se presenta al Poverello como una persona que hizo de la escucha un estilo de vida: «San Francisco de Asís escuchó la voz de Dios, escuchó la voz del pobre, escuchó la voz del enfermo, escuchó la voz de la naturaleza. Y todo eso lo transforma en un estilo de vida. Deseo que la semilla de san Francisco crezca en tantos corazones» (Fratelli tutti 48).
Después de recibir los sagrados estigmas, «bajó del monte el angélico varón Francisco llevando consigo la efigie del Crucificado, no esculpida por mano de algún artífice en tablas de piedra o de madera, sino impresa por el dedo de Dios vivo en los miembros de su carne» (Leyenda mayor 13, 5). Y así como fue tocado por el dedo de Dios, ahora él mismo sale al encuentro de los pobres, los enfermos y los necesitados para tocarlos, para transmitirles el amor divino. El encuentro con el
Crucificado impulsa a Francisco a salir al encuentro de los crucificados de la historia, cuyo dolor desea aliviar, como en el episodio del hombre atormentado por el frío, narrado por San Buenaventura: «Encendido en el fervor del amor divino, extendió su mano y le tocó con ella. ¡Cosa admirable! De repente, al contacto de aquella mano sagrada, que portaba en sí el fuego recibido de la brasa del serafín, huyó todo frío y se vio envuelto en tanto calor, dentro y fuera, como si lo hubiese invadido una bocanada salida del respiradero de un horno» (Leyenda mayor 13, 7). Recordar y celebrar a Francisco tocado por el Crucificado nos impulsa a salir de nosotros mismos para «tocar la carne sufriente de Cristo en los otros» (Gaudete et exsultate 37) y, al mismo tiempo, a dejarnos tocar e interpelar por las muchas situaciones dramáticas de dolor y sufrimiento en las que se encuentran inmersos tantos hermanos y hermanas nuestros en todo el mundo.
Un Centenario articulado y celebrado en varios centenarios
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