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La historia de los restos mortales de san Francisco de Asís es tan fascinante como la vida del santo mismo. Tras su muerte, ocurrida en 1226 en la Porciúncula, el cuerpo de Francisco fue inicialmente llevado a la ciudad de Asís y sepultado en la iglesia de San Giorgio. Allí permaneció unos pocos años, mientras sus discípulos y el Papa planeaban erigir un santuario digno de tan amado santo. En efecto, en 1228, apenas canonizado Francisco, el Papa Gregorio IX puso la primera piedra de la majestuosa Basílica de San Francisco sobre una colina a las afueras de Asís. Cuando la basílica inferior estuvo lista, el 25 de mayo de 1230 se organizó una solemne procesión de traslado: todo el pueblo de Asís, junto a prelados y frailes venidos de lejos, acompañó la urna con las reliquias de Francisco desde San Giorgio hasta su nuevo sepulcro.

La tradición relata que aquel día hubo episodios dramáticos: fray Elías de Cortona, el hermano cercano a Francisco encargado de la construcción de la basílica, habría orquestado un ocultamiento estratégico del cuerpo. Se cuenta que, temiendo intentos de robo o división de las reliquias (algo tristemente común en la época), fray Elías dispuso entrar precipitadamente la urna al templo en medio de un tumulto, cerrando luego las puertas para esconder el sarcófago en secreto. Incluso algunos cronistas afirman que el verdadero traslado se hizo clandestinamente días antes, y que la procesión pública fue un simulacro. Sea como fuere, lo cierto es que los restos de San Francisco fueron colocados debajo del altar mayor de la basílica inferior de Asís, en una tumba oculta a la vista. Inicialmente, parece que los peregrinos podían venerar el lugar a través de una pequeña “ventana de confesión” que dejaba entrever la ubicación del cuerpo. No obstante, poco después se construyó un pasadizo secreto desde el coro de la iglesia hasta la tumba, garantizando el acceso únicamente a los frailes custodios. Este corredor se mantuvo abierto hasta 1442, cuando por orden del Papa fue tapiado. Con el pasar de las décadas y siglos, el conocimiento exacto del paradero de los restos se fue perdiendo, envuelto en el misterio. La imaginación popular tejió leyendas piadosas: unos decían que el cuerpo de Francisco había sido retirado a un lugar ignoto; otros fabulaban con que su cuerpo quizás se había incorrupto o incluso ascendido al cielo.

La certeza de que el santo yacía bajo el altar persistía, pero nadie sabía cómo llegar hasta él. Hubo que esperar al siglo XIX para desvelar el enigma. A comienzos de 1806, las autoridades eclesiásticas decidieron emprender la búsqueda de la tumba oculta. Las turbulencias políticas –la ocupación napoleónica de Italia– demoraron el proyecto más de una década. Finalmente, con permiso del Papa Pío VII, en el otoño de 1818 un pequeño equipo de frailes inició discretamente las excavaciones nocturnas bajo la basílica. Tras 52 noches de arduo trabajo, el 12 de diciembre de 1818 se produjo el histórico hallazgo: los obreros golpearon piedra y hierro, descubriendo un antiguo sarcófago de piedra protegido por gruesas barras de hierro forjado. Al abrirlo, ante los ojos emocionados de los presentes apareció un esqueleto humano completo. Según testigos, inicialmente el cuerpo momificado de Francisco aún conservaba forma, con las manos cruzadas sobre el pecho; pero al entrar el aire fresco por primera vez en siglos, aquellas manos cenicientas se desintegraron suavemente, volviendo a polvo junto con parte del torso. No cabía duda de que habían encontrado las venerables reliquias del Pobrecillo. El Papa Pío VII confirmó oficialmente en 1820 que aquellos restos correspondían al santo de Asís, despejando cualquier incertidumbre.

Inmediatamente se acondicionó el lugar para la digna custodia de los restos. Entre 1819 y 1824 se construyó una cripta de estilo neoclásico, dirigida por el arquitecto Pasquale Belli, para alojar el sarcófago. Esta cripta inicial, aunque funcional, resultó demasiado sobria y desentonaba con el carácter medieval del santuario. Por ello, décadas más tarde (1925-1932) se reformó por completo según el diseño de Ugo Tarchi: se optó por un estilo románico sencillo y austero, más acorde al espíritu de Francisco. Desde entonces, la tumba de San Francisco se presenta como el corazón espiritual de la basílica: un pequeño recinto subterráneo en penumbra, de atmósfera recogida. En el centro se alza el pilar de roca viva que sostiene el altar mayor de la iglesia superior; en el núcleo de ese pilar, visible tras una reja de hierro forjado original del siglo XIII, reposa el sarcófago pétreo que contiene los huesos del santo. Aquellas barras metálicas instaladas por fray Elías hace ocho siglos siguen ahí protegiendo, simbólicamente, al Poverello.

Con el hallazgo de 1818, la veneración pública de San Francisco cobró nuevo impulso. Ya no se veneraba solo un lugar impreciso, sino la presencia real de sus reliquias. La cripta fue abierta oficialmente en 1824 y desde entonces millones de peregrinos han descendido los peldaños de piedra para orar unos instantes ante la tumba. El flujo de devotos nunca ha cesado: se calcula que unos cinco millones de personas al año visitan la cripta de Asís, confirmando que el carisma de Francisco sigue vivo. Cabe destacar que alrededor de la tumba principal se dispusieron también los restos de algunos compañeros íntimos del santo: en nichos de las esquinas descansan cuatro de sus primeros discípulos (fray León, fray Ángel, fray Maseo y fray Rufino), colocados allí en 1932 como custodiando a su padre espiritual. Y junto a la entrada de la cripta se halla la sepultura de la beata Jacoba de Settesoli, la noble dama romana amiga de Francisco, que acudió a asistirlo en sus últimos días –tanto la quería el santo que la llamaba “hermano Jacoba”– y que, por singular privilegio, fue enterrada cerca de él.

A lo largo de dos siglos desde la exhumación, las reliquias de Francisco han sido objeto de gran reverencia pero rara vez expuestas a la vista. Solo en ocasiones muy especiales se procedió a reconocimientos científicos del contenido del sarcófago, siempre en presencia de comisiones eclesiásticas. Estos reconocimientos tuvieron lugar en 1978, 1994 y 2015, con el fin de verificar el estado de conservación de los huesos y realizar tareas preventivas. En 1978, por ejemplo, los expertos recolocaron los fragmentos óseos en una urna de cristal especial, hermética y rellena de nitrógeno, para evitar la oxidación y frenar cualquier deterioro biológico. Tras cada estudio, los sagrados restos se devolvieron cuidadosamente a su lugar, y la tumba se selló de nuevo con medidas de seguridad modernas pero discretas, manteniendo siempre el ambiente de oración. Durante breves días en 1978, los frailes permitieron que los fieles pudieran contemplar directamente los huesos recién limpiados antes de volver a encerrarlos –una especie de pequeña ostensión privada–, lo que generó enorme emoción entre los presentes.

En definitiva, la historia de la custodia de las reliquias de San Francisco refleja un delicado equilibrio entre protección celosa y devoción amorosa. Desde el escondite secreto ideado por fray Elías para evitar profanaciones, hasta las excavaciones que devolvieron la memoria tangible del santo al mundo, cada generación de franciscanos ha velado por estos restos con profundo respeto. Son mucho más que reliquias arqueológicas: para millones de creyentes, los huesos de Francisco de Asís siguen proclamando su mensaje de fe, humildad y paz. Por eso la tumba sencilla en Asís –sin mármoles ostentosos, adornada solo con lámparas votivas y flores sencillas dejadas por peregrinos– continúa siendo un lugar de encuentro: allí el Poverello “habla” en silencio al corazón de quienes lo visitan, recordándonos los valores evangélicos que encarnó. La veneración a las reliquias franciscanas, lejos de un culto macabro, es para la Iglesia signo de gratitud por la vida de un santo que transformó la historia con su testimonio. Y esa gratitud se ha expresado a través de los siglos cuidando amorosamente sus restos mortales, del mismo modo que se custodia un tesoro precioso que inspira a generaciones enteras en el camino hacia Dios.

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