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En la tarde del 3 de octubre de 1226, al caer el sol, Francisco de Asís se preparó serenamente para su tránsito –como prefieren llamarlo sus hermanos– desde esta vida hacia la plenitud con Dios. Gravemente enfermo y prácticamente ciego, el Pobrecillo quiso vivir sus últimos instantes fiel a su espíritu de humildad y entrega total. Según narran las primeras fuentes franciscanas, pidió a sus compañeros que lo colocasen desnudo sobre la tierra desnuda, cubierto apenas con un tosco paño de lino y ceniza en forma de cruz. Con este gesto conmovedor –cuerpo frágil tendido en la tierra– Francisco imitaba a Cristo despojado en la cruz y expresaba su anhelo de pobreza radical, devolviendo al Creador todo lo que había recibido.

Los hermanos se congregaron llorosos pero admirados alrededor de Francisco. Él, lejos de temer a la muerte, la acogió como a una hermana más en la familia de la creación. De hecho, pocos meses antes había añadido al Cántico de las Criaturas aquellos versos memorables: “Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la Muerte corporal, de la cual ningún hombre viviente puede escapar”. En sus postreros días, Francisco había sufrido terribles dolores físicos debido a sus enfermedades (fiebres palúdicas, úlceras en los ojos) y a las llagas de la estigmación que llevaba impresas en su carne. Sin embargo, las crónicas relatan que mantuvo un espíritu asombrosamente alegre y agradecido. Él mismo pidió que en su agonía le leyeran el Evangelio de la Última Cena y que los frailes le cantaran salmos y alabanzas a Dios. Se cuenta que él también se unía a la alabanza, animando a sus amadísimos compañeros a bendecir a Cristo con él, en palabras de Tomás de Celano, su primer biógrafo.

La escena de la muerte de Francisco irradia una luz pascual. Para los franciscanos, aquel momento no es tristeza sino cumplimiento gozoso: Francisco, plenamente configurado con Cristo, pasa de la muerte a la vida eterna. Sus contemporáneos vieron signos de esta santidad excepcional: según la tradición, bandadas de alondras –aves que Francisco amaba tiernamente– sobrevolaron la Porciúncula cantando al anochecer, acompañando el alma del santo hacia lo alto. Francisco había expresado a sus hermanos su perdón y bendición final; también bendijo a su amada ciudad de Asís, incorporándose con esfuerzo para extender la mano hacia ella. Cuando por fin exhaló su último suspiro, rodeado por la incipiente fraternidad que él engendró, su rostro apareció sereno, casi luminoso. “He cumplido mi misión, que Cristo os enseñe la vuestra”, habría dicho a los frailes, según las crónicas. La espiritualidad franciscana ve en esta santa muerte la coronación de una vida totalmente entregada al Evangelio: Francisco murió como vivió, en pobreza, alegría y comunión con toda criatura, confiando a la “hermana muerte” el abrazo definitivo con el Padre de Misericordia.

Aquel tránsito devino fuente de inspiración permanente. Cada año, la noche del 3 de octubre, la Familia Franciscana celebra con emoción el Rito del Tránsito, rememorando cómo Francisco pasó de este mundo al Padre. Las primeras biografías escritas por sus hermanos –desde Celano hasta san Buenaventura– subrayan que Francisco, al morir, se unió mística y voluntariamente a la pasión de Cristo para participar luego de su gloria. Por eso, su muerte no marca un final trágico sino un nacimiento a la Vida. Apenas dos años más tarde fue proclamado santo, signo de que la Iglesia reconocía en su entrega hasta el fin un testimonio luminoso para todos los creyentes. San Francisco de Asís, en el humilde escenario de la Porciúncula, transformó el hecho natural de la muerte en un cántico de confianza, amor y esperanza pascual. Su partida de este mundo, interpretada a la luz de las fuentes franciscanas, sigue invitando hoy a mirar la propia muerte no con horror sino con fe: como un paso necesario –un pascuo personal– para encontrarnos con el Dios de la vida, tal como lo vivió el Pobrecillo de Asís.

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