«Prosigue fiel hasta la muerte y Yo te daré la corona de la vida.” Apocalipsis 2,10
Navegar en la memoria no es cosa liviana cuando los vientos traen nombres que el tiempo no ha sepultado. Dos de ellos, Luis-Armando Adam y Nicolás Savouret, frailes menores conventuales y presbíteros del Señor, entregaron su vida sobre la cubierta podrida de un barco-prisión, mientras el siglo XVIII francés se debatía entre luces sin alma y decretos sin piedad.
Quien escribe estas líneas lo hace como hermano suyo en la vocación y la túnica, desde una celda sencilla donde las paredes murmuran salmos y las manos trabajan en silencio. No es nostalgia lo que me mueve, sino la certeza de que los mártires nunca se quedan atrás: caminan delante, iluminando.
- La tormenta de los justos
El año era 1793. Francia, hija ilustrada de Europa, había alzado la voz contra el cielo y silenciado las campanas. A los sacerdotes y religiosos se les exigía juramento a una Constitución que amputaba la fe de su raíz apostólica. Quienes se negaban eran marcados: enemigos del pueblo, refractarios, contrarrevolucionarios.
Entre ellos, muchos franciscanos. Entre ellos, dos que supieron ver claro: que a Dios se le sirve de pie, pero también se le sigue de rodillas.
Luis-Armando había nacido en Rouen, ciudad de comerciantes, puentes y devociones sencillas. Nicolás venía de Jouvelle, tierra de labradores donde las estaciones del año marcaban el ritmo de la oración. No eran hombres ilustres, sino buenos: fieles a la Regla, discretos en el púlpito, hermanos de los pobres. La Revolución los sorprendió entregando el pan de la Palabra, y ellos respondieron con la mansedumbre de quien ha sido ganado por Cristo.
- Los navíos del suplicio
Rochefort, estuario del Charente. Allí, dos antiguos buques mercantes —el Deux-Associés y el Washington— fueron anclados como cárceles flotantes. Más de 800 sacerdotes y religiosos fueron confinados en sus bodegas oscuras. No hubo juicio, ni defensa, ni derecho. Solo listas de nombres, cadenas oxidadas, aire viciado y una consigna: sobrevivir sin Dios.
Luis-Armando fue embarcado primero. Llegó al pontón en primavera de 1794. Ya había enfermos, cadáveres sin sepultura, cánticos apagados en el estómago del barco. Pero no dejó de asistir, de confesar en susurros, de alzar la mirada hacia una cruz invisible. Murió el 13 de julio, consumido por la fiebre y la caridad, mientras sostenía la mano de un moribundo.
Nicolás le siguió tres días después, el 16 de julio. Se había ofrecido para cuidar a los más débiles, sin miedo al contagio ni al castigo. Aun cuando su voz ya no podía levantar un canto, su presencia era oración viva. Cerró los ojos como quien reposa tras haber amado mucho.
III. La luz en la sentina
¿Puede haber santidad entre maderos podridos y ratas? Sí, si allí mora el amor. Aquellos barcos fueron iglesias sin campanario, cenáculos sin lámparas, grutas de redención. Nadie salió de allí con gloria humana, pero muchos entraron en la eternidad como testigos del Cordero.
En 1995, san Juan Pablo II beatificó a 64 de los mártires de Rochefort, entre ellos nuestros hermanos Luis-Armando y Nicolás. Lo hizo no para levantar estatuas, sino para recordar que la fidelidad no siempre ruge: a veces simplemente resiste.
- Recuerdo y ofrenda
Los mártires no pertenecen a una fecha, sino al corazón de la Iglesia. Su memoria no se guarda, se vive. No como una efeméride más, sino como un examen de conciencia: ¿qué estamos dispuestos a ofrecer por el Evangelio? ¿Qué pobreza abrazamos? ¿Qué fidelidad cultivamos?
Desde esta comunidad humilde donde escribo, invito a leer sus nombres en voz alta, a rezar por quienes hoy sufren en silencio, y a dejar que el perfume de su martirio se esparza como incienso. Que estos hermanos, desconocidos en vida y gloriosos en el cielo, sigan despertando en nosotros el deseo de aspirar a lo alto, allí donde florece la cruz.
Beato Luis-Armando Adam, ruega por nosotros.
Beato Nicolás Savouret, ruega por nosotros.
