- Una señal
En septiembre de 1224, en lo alto del monte Alverna, ocurrió algo que cambiaría la historia de la espiritualidad cristiana: el Poverello de Asís recibió en su carne los estigmas de Cristo crucificado. No como una copia, sino como una participación íntima en el misterio pascual de su Señor. Lo que para el mundo eran heridas, para Francisco eran besos: la respuesta amorosa del Amado que quiso sellar en su siervo la forma viva de la cruz.
Este acontecimiento, primero en su especie y reconocido por la Iglesia, no fue una exaltación de lo extraordinario, sino la expresión de un amor radical. Francisco fue marcado por lo que ya vivía interiormente: el Evangelio encarnado, crucificado, resucitado. En sus palabras:
“Nada me atrae del mundo… y a mi Señor Jesucristo, en su santísima pobreza y en el sufrimiento de su pasión, deseo seguirlo hasta el fin” (Testamento, 5–6).
Desde entonces, las llagas han quedado como signo de una vida ofrecida, no por vanidad ni rareza, sino por pura comunión. En esto se inscribe el corazón de toda vocación consagrada. Quien se consagra no busca distinguirse, sino dejarse configurar. Las llagas de Francisco prefiguran una Iglesia que abraza, no que hiere; que cicatriza, no que divide; que sangra con el mundo, no que se aísla de él.
- Una historia escrita con sangre y fuego
El relato más antiguo y completo de la impresión de las llagas se encuentra en la Vida Primera de Tomás de Celano, escrita en 1228 por encargo del papa Gregorio IX, apenas dos años después de la muerte del Santo. Allí se dice:
“Se le apareció un hombre, uno que tenía seis alas como los serafines… y entre las alas, el Crucificado. Le dejó impresas en su cuerpo las señales de la cruz: clavos en las manos y los pies, una herida en el costado.” (1 Celano, 94-95)
Este prodigio fue confirmado por fray Elías en su Carta a la Orden, al anunciar la muerte del Santo:
“Nuestro hermano y padre, Francisco, no mucho antes de su muerte, fue adornado con los sagrados estigmas del Señor, no por mano de hombre, sino por milagro de Dios.”
La tradición franciscana recogió este misterio no solo como hecho histórico, sino como revelación teológica: Francisco fue conformado a Cristo crucificado porque amó como Cristo amó.
Este fenómeno de la impresión de las llagas ha sido interpretado por autores franciscanos como san Buenaventura o fray Pedro Juan Olivi como un signo escatológico: la Iglesia futura, transformada y humilde, tiene en Francisco su imagen profética. La estigmatización es, en este sentido, no solo un signo de santidad personal, sino un mensaje para toda la comunidad eclesial: el cristianismo será creíble en la medida en que se parezca al Crucificado.
- El significado profundo para la vida religiosa hoy
Hablar hoy de las llagas de san Francisco no es un ejercicio arqueológico, sino una llamada viva a quienes seguimos al Señor por el camino de la consagración. ¿Dónde están hoy las llagas del crucificado? ¿Quién está dispuesto a llevarlas, no en la carne, sino en el alma?
La vida consagrada —particularmente en la tradición franciscana conventual— está llamada a hacer visible el amor crucificado. No por masoquismo espiritual, sino por pasión evangelizadora, por empatía con los crucificados de la historia, por identificación con el Cristo pobre y sufriente.
La vida religiosa está llamada a vivir la forma crucis en la entrega cotidiana, en la fraternidad concreta, en la alegría de saberse herido de amor por Dios. Como dice san Buenaventura:
“El amor de Cristo crucificado transformó a Francisco en otro crucificado.” (Legenda Maior, XIII, 5)
Para quienes hemos abrazado el seguimiento de Cristo al estilo de Francisco, las llagas no son adorno ni espectáculo, sino brújula. Indican hacia dónde mirar y cómo amar. En un mundo tentado de anestesiar el dolor, Francisco lo asumió, lo ofreció y lo convirtió en fuente de esperanza.
- La teología franciscana de los estigmas: de Celano a Buenaventura
Tomás de Celano fue el primero en narrar con detalle el suceso del Alverna, destacando el asombro de los testigos y el sigilo de Francisco. Pero fue san Buenaventura, Doctor Seráfico y Ministro General de la Orden, quien ofreció la lectura teológica más profunda. En su Legenda Maior, compuesta hacia 1263, interpreta la estigmatización como el fruto de una identificación plena con Cristo en la contemplación:
“Mientras oraba ardientemente, fue arrebatado en lo alto, y vio una figura serafínica que lo marcó por fuera como ya lo estaba por dentro.” (LM, XIII, 3)
Para Buenaventura, los estigmas son culminación del proceso de transformación en Cristo, mediante el amor. No es una gloria terrenal, sino la manifestación visible de la cruz interior ya asumida.
La teología franciscana posterior, especialmente la escuela escotista, entendió los estigmas como participación mística en el misterio redentor, y defendió su realidad contra los detractores racionalistas de siglos posteriores. Aún hoy, son un signo que interpela a la razón, pero que solo el amor puede comprender.
- Heridos para abrirse al mundo
Las llagas de Francisco no cerraron su vida, la abrieron al mundo. Quien ve en ellas solo dolor, no ha entendido nada. Las llagas de Francisco son el lugar donde Cristo escribe su Evangelio con tinta de amor eterno.
Para nosotros, la memoria del Alverna no es devoción más, sino llamada ardiente: a dejar que el Evangelio nos marque, nos transforme y nos impulse. A no protegernos de las heridas del mundo, sino a hacerlas nuestras con ternura. Estamos llamados a vivir esta espiritualidad como. Las llagas siguen abiertas donde hay pobreza, soledad, desesperanza, injusticia. Allí debe estar nuestra fraternidad.
