Del Evangelio de san Lucas 2, 1-14. Adaptación.
Sucedió en aquellos días que salió un decreto del emperador Augusto, ordenando que se empadronase todo el Imperio. Y todos iban a empadronarse, cada cual a su ciudad. También José subió desde la ciudad de Nazaret, en Galilea, a la ciudad de Belén, con su esposa María, que estaba embarazada. Y sucedió que, mientras estaban allí, le llegó a ella el tiempo del parto y dio a luz a su hijo, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada.
En aquella misma región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño. De repente un ángel del Señor se les apareció y les dijo:
«No temáis, os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de Belén, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre».
De pronto, en torno al ángel, aparecieron más ángeles que alababan a Dios diciendo: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad».
En la sencillez de un pesebre, Dios se hace cercano y rompe todo poder humano con la ternura de un niño. En Belén nace la esperanza.
Al igual que los pastores, somos llamados a contemplar con asombro el misterio de Dios que nos hermana. Dejemos, pues, que la dulzura de su pequeñez transforme nuestro corazón y nos haga portadores de paz, acogiendo a Cristo en la Eucaristía y en nuestros hermanos.
Señor de toda bondad, que haces todo por amor y que en tu infinita misericordia quisiste hacerte uno de nosotros. Haz que contemple con asombro la dulzura y la grandeza que se revelan en tu pequeñez.
Que el misterio de tu Encarnación no me deje indiferente ante mis hermanos que sufren por la injusticia.
Amén.
Hoy, voy a contemplar un nacimiento durante unos minutos y le pediré el don de la alegría verdadera, como la que vivió san Francisco.











