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1. El trasfondo franciscano de la meditación de la Encarnación

El misterio de la Encarnación fue, para san Francisco, la primera gran epifanía del Amor humillado. Hablar del Ángelus exige sumergirse en esa fuente que marcó profundamente su espiritualidad: la contemplación del Dios hecho Niño, pobre, frágil y cercano.

a) El “asombro” ante la humildad de Dios

Uno de los pasajes más conmovedores de las fuentes hagiográficas es la expresión de Francisco ante el misterio eucarístico, íntimamente vinculado a la Encarnación:

«¡Oh humildad sublime! ¡Oh sublimidad humilde! Que el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, se humille hasta el punto de esconderse, para nuestra salvación, bajo una pequeña forma de pan.»
(1 Celano, 84)

Este grito de adoración se refleja en lo que vivió en Greccio en 1223, donde quiso “ver con los ojos del cuerpo” el nacimiento del Señor, dando lugar al primer belén viviente. La Encarnación, para él, no era solo un dogma, sino una experiencia tangible y afectiva. Tomás de Celano describe así aquella noche:

«Allí se celebra con la mayor solemnidad la misa sobre el pesebre, y el sacerdote saborea un consuelo nunca experimentado antes. Francisco se reviste con la dalmática, canta el Evangelio, predica con dulzura sobre el Niño de Belén. Lo llama el Niño de Belén con ternura, y tartamudea, como balbuceando palabras de amor.»
(1 Celano, 86)

b) En los escritos del propio san Francisco

La Encarnación aparece explícitamente en las salmodias compuestas por Francisco en su Oficio de la Pasión. En la salmodia del viernes de Laudes, encontramos una síntesis de cristología espiritual:

«He aquí, cada día, se humilla el mismo Hijo de Dios,
desciende del seno del Padre al altar,
y viene a nuestras manos bajo una apariencia humilde.
Y se da a los suyos, y se ofrece como alimento.»
(Oficio de la Pasión, Antífona VI)

Esta imagen, profundamente eucarística, está enraizada en la Encarnación: para Francisco, Dios no solo se hace carne en María, sino que permanece en la humildad del pan. El «abajamiento» (kenosis) de Dios atraviesa toda su espiritualidad.

Aún más elocuente es su Saludo a la Virgen María:

«Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María,
que eres virgen hecha Iglesia,
elegida por el santísimo Padre del cielo,
consagrada por él con su santísimo y amado Hijo
y el Espíritu Santo Paráclito;
en la que estuvo y está toda plenitud de gracia y todo bien.»
(Saludo a la bienaventurada Virgen María, 1)

La expresión “virgen hecha Iglesia” revela una de las intuiciones más elevadas de la espiritualidad mariana franciscana: María, como espacio vivo de la Encarnación, es figura y madre de la Iglesia.

c) Una espiritualidad encarnada y eclesial

La espiritualidad de la Encarnación no se detiene en lo doctrinal. Se traduce en pobreza real, gestos concretos y fe sacramental. Francisco escribe en su Testamento:

«El Señor me dio una fe tal en las iglesias, que así sencillamente oraba y decía:
Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero,
y te bendecimos, pues por tu santa cruz redimiste al mundo.»
(Testamento, 1226)

La adoración al Verbo encarnado se prolonga en la adoración al altar, al Sagrario y a la cruz. Es la fe en la presencia real de Cristo que, tras asumir nuestra carne, no se separa jamás de ella.

Un Dios que se abaja, un hombre que se arrodilla

El Ángelus es más que una oración mariana: es un canto franciscano. Nacido de la contemplación del abajamiento de Dios, encuentra en san Francisco un precursor teológico y afectivo. No se trata solo de repetir frases, sino de hacer memoria del instante en que el Verbo se hizo carne, como lo vivió nuestro Padre Seráfico: con asombro, lágrimas y ternura.

Este fundamento espiritual permite comprender cómo san Buenaventura, doctor seráfico, desarrolló una teología encarnada y mística que culminará en prácticas como el rezo del Ángelus, enraizado en la espiritualidad franciscana más auténtica.

2. San Buenaventura: la Encarnación como centro de la historia

San Buenaventura (c. 1217–1274), Ministro general de la Orden de los Hermanos Menores y Doctor de la Iglesia, comprendía la Encarnación no como simple respuesta al pecado, sino como el designio eterno del Amor divino. En su obra Itinerarium Mentis in Deum escribe:

“El Verbo de Dios, que es la Imagen del Dios invisible, se ha hecho carne para que el hombre, hecho a imagen de Dios, sea restaurado por la misma Imagen”
(Itin. VII, 4).

Y en el Breviloquium, aún más claramente:

“El motivo supremo de la Encarnación no es tanto la redención como el amor: Dios se hace hombre porque quiere hacerse accesible a nosotros, no porque esté forzado a hacerlo.”
(Breviloquium, IV, 1).

Este pensamiento alimentó profundamente la espiritualidad franciscana. La contemplación del Verbo hecho carne no se limitaba al dogma, sino que impregnaba la predicación, la liturgia, y la oración cotidiana. Desde esta perspectiva, repetir con María “Fiat mihi secundum verbum tuum” es asumir el designio eterno de Dios como proyecto de vida. El Ángelus, en esta clave, se vuelve eco diario del sí de Dios al hombre y del hombre a Dios.

La semilla del Ángelus: campanas y salmos marianos

En el siglo XIII, los frailes menores ya practicaban el rezo del Ave María al toque de la campana de Completas u otros momentos del día. En conventos urbanos o universitarios, esta práctica se desarrolló como una invitación popular a la oración mariana en torno al misterio de la Encarnación.

San Buenaventura, que impulsó esta dimensión afectiva y mistagógica, afirmaba:

“María fue asociada de modo único al misterio de la Encarnación y por ello merece ser saludada, invocada y recordada en los momentos del día en que nuestra debilidad necesita el auxilio del cielo.”

El Ángelus, por tanto, brota como una oración breve, repetitiva y densa, que acompaña el curso del sol: mañana, mediodía y atardecer, reflejando el ritmo franciscano de alabanza permanente.

De la meditación a la liturgia popular

Ya en el siglo XIII, los conventos franciscanos habían empezado a insertar en sus oraciones vespertinas una triple Ave María, acompañada de antífonas o versículos evangélicos. Bartolomé de Pisa, en el De Conformitate Vitae Beati Francisci (c. 1385), señala:

“Los hermanos acostumbraban saludar a la Virgen al tocar la campana, como lo haría el ángel.”

Esta práctica fue consolidándose gracias a la predicación franciscana y su fuerte presencia en centros urbanos y universitarios. Los frailes conventuales, con sus estructuras conventuales estables, comenzaron a instaurar campanarios con toques marianos específicos que dieron lugar al hábito popular del rezo del Ángelus.

Poética franciscana de la Encarnación

El Ángelus, leído desde la sensibilidad franciscana, no es sólo una oración, sino una expresión estética de la fe. Cada campanada remite al Ave angélico; cada Fiat pronunciado evoca el amor obediente de María. Esta oración, repetida tres veces al día, se convierte en un modo de vivir encarnadamente el misterio.

San Buenaventura lo expresa con exquisita ternura:

“María pronuncia un ‘sí’ que enmudece al infierno y alegra al cielo. Con ese ‘sí’ no sólo el Verbo se hace carne, sino que la carne puede ya mirar al Verbo.”
(Sermón sobre la Anunciación).

La espiritualidad franciscana esculpe así una oración diaria donde se entrelazan el arte, la teología y la alabanza. Y en el fondo, como ya había intuido san Francisco, el misterio de la Encarnación no se celebra sólo en Navidad, sino en cada instante donde el creyente acoge a Dios en la fragilidad cotidiana.

3. El Ángelus en expansión: impulso franciscano y ámbito universitario

La expansión del rezo del Ángelus —con sus tres Avemarías marcadas por el toque de campana— no fue un proceso inmediato ni exclusivo de una región concreta. Sin embargo, la investigación histórica muestra con claridad el papel esencial que desempeñaron los frailes menores, y de manera particular los franciscanos conventuales, en su consolidación y difusión desde los principales centros urbanos e intelectuales de la Europa medieval, donde estaban sólidamente implantados.

De origen monástico a expansión mendicante

La forma embrionaria del Ángelus se remonta al siglo XIII en contextos monásticos, especialmente cistercienses, donde existía ya la costumbre de rezar un Ave María al atardecer, asociado al toque de campana. Esta oración tenía una dimensión contemplativa y escatológica, que santificaba el paso del día a la noche.

Sin embargo, fue bajo el influjo franciscano cuando esta práctica adquirió un carácter pastoral, espiritual y teológico más definido. Hacia finales del siglo XIII, los frailes menores promovían sistemáticamente el rezo del Ave María al anochecer como memoria del misterio de la Encarnación. Esta costumbre, inicialmente vinculada al momento de Completas, se amplió pronto también al amanecer y al mediodía, estructurando lo que más tarde se conocerá como la triple oración del Ángelus.

Universidades y predicación popular

Desde sus orígenes, la Orden franciscana cultivó una presencia fuerte y estratégica en las universidades más influyentes del momento —París, Oxford, Bolonia, Colonia—, así como en ciudades densamente pobladas. Estos espacios formaban teólogos, predicadores y misioneros que interiorizaban y transmitían formas orantes consolidadas en sus comunidades.

En ese marco, el Ángelus se convirtió en una herramienta pedagógica y espiritual, con una notable penetración entre el pueblo fiel:

  • En universidades, la meditación diaria de la Encarnación se integró en la formación teológica y devocional de los frailes estudiantes.
  • En ciudades, los conventuales hacían sonar la campana a horas fijas y acudían a plazas y mercados, invitando al rezo comunitario con fórmulas breves y memorizables.
  • En aldeas, los conventos rurales introdujeron esta práctica como parte del ritmo cotidiano, uniendo oración y trabajo, contemplación y vida.

El toque de campana que convoca al Ángelus se convirtió así en un signo sonoro del Dios encarnado que habita la vida cotidiana. Como subrayó el historiador Jean Leclercq:

“El Ángelus no habría tenido la irradiación que tuvo sin los predicadores populares de las órdenes mendicantes.”

 

San Buenaventura y la mariología encarnada

Aunque se trató en el punto anterior, conviene aquí destacar la recepción de san Buenaventura en esta expansión. Su teología encarnatoria y su sensibilidad mariana nutrieron a generaciones enteras de frailes predicadores. Sus discípulos y la tradición espiritual que generó contribuyeron a consolidar una imagen de María profundamente unida a la sabiduría divina y al misterio salvífico.

La proclamación del Ecce ancilla Domini —el “sí” de María— fue predicada por los frailes como modelo de obediencia confiada. En ese contexto, el Ángelus fue asumido como:

“Una oración breve, accesible y profundamente cristológica y mariana al mismo tiempo; la síntesis perfecta de nuestro anuncio y nuestra espiritualidad.”
(Fr. Giacomo Bini OFM, Appunti di spiritualità, Roma, 1996).

De campanas conventuales a oración universal

La promoción activa del rezo del Ángelus, marcado por el sonido de la campana tres veces al día, se consolidó desde los conventos conventuales insertos en el entramado urbano europeo. Esta estructura horaria, que santifica el tiempo, comenzó a fijarse con claridad a partir del siglo XIV en Francia, Italia y Alemania, donde los conventos actuaban como núcleos de predicación, enseñanza y vida fraterna.

Para entonces, la tradición había arraigado en el pueblo fiel: se tiene constancia de que, ya en el siglo XV, los frailes menores habían contribuido decisivamente a institucionalizar esta oración mariana como costumbre diaria del clero y de los laicos. Muchos templos contaban ya con campanas específicas para esta finalidad, conocidas como “campanas del Ave María” o “campanas del Ángelus”.

4. Intervenciones papales que universalizan el Ángelus

El rezo del Ángelus, tal como hoy lo conocemos, no es fruto de una devoción espontánea, sino el resultado de una larga tradición espiritual nacida en el seno de la familia franciscana, consolidada posteriormente por la autoridad de la Iglesia. A lo largo de los siglos XV al XVIII, diversos Papas intervinieron para dar forma definitiva y universal a esta oración mariana centrada en el misterio de la Encarnación.

 Nicolás V (1456): Paz y oración tres veces al día

La primera intervención pontificia significativa tuvo lugar bajo el pontificado de Nicolás V, quien en 1456 exhortó a rezar tres veces al día por la paz, como acción de gracias tras la victoria cristiana en Belgrado frente a los turcos otomanos. Se encomendaba hacer sonar las campanas y elevar una oración mariana, ya estructurada en torno a tres Avemarías.

Aunque no se trató aún de una prescripción universal, este acto supuso el primer paso hacia la institucionalización del Ángelus como práctica eclesial extendida.

San Pío V (1566–1572): Establecimiento oficial tras Trento

En el contexto de la Reforma católica impulsada tras el Concilio de Trento, San Pío V incluyó el Ángelus dentro de las recomendaciones pastorales del Catecismo Romano. Estableció su rezo en tres momentos del día: al amanecer, al mediodía y al anochecer, acompañado del toque de campanas.

El Papa dominico deseaba así santificar las horas del día con el misterio de la Encarnación, siguiendo el ejemplo ya consolidado en conventos franciscanos. En esta época, la Congregación de Ritos aprobó también las fórmulas latinas del Ángelus, dándole la forma que ha llegado hasta nuestros días.

Benedicto XIII (1724): La tarde como hora universal

El Papa Benedicto XIII, en 1724, dio un nuevo impulso al Ángelus al ordenar su rezo vespertino de forma oficial en toda la Iglesia. El toque de campana a las seis de la tarde se fijó como momento privilegiado para recordar el «Fiat» de María y el abajamiento del Verbo.

Hasta entonces, esta práctica estaba difundida de forma desigual en Europa —con especial arraigo en Francia, Italia y España— pero con este gesto, el rezo del Ángelus al anochecer quedó establecido como una práctica común y cotidiana en todo el orbe católico.

Benedicto XIV (1742): Indulgencias y consolidación universal

Finalmente, fue Benedicto XIV quien consagró definitivamente el Ángelus como oración universal. En su documento Supplicationibus quotidianis (1742), concedió indulgencias plenarias y parciales a quienes lo rezaran con devoción. Esta medida dotó de autoridad magisterial y mérito espiritual a una práctica ya enraizada en la piedad del pueblo cristiano.

Con él, el Ángelus pasó de ser una oración promovida por conventos y órdenes mendicantes a convertirse en una devoción aprobada, recomendada e incentivada por el Magisterio pontificio.

Una oración con alma franciscana, reconocida por la Iglesia

La historia del Ángelus no puede desligarse de sus raíces franciscanas ni de su consolidación como oración litúrgico-popular. Las intervenciones papales no hicieron más que afianzar una espiritualidad ya viva en la tradición franciscana, especialmente entre los conventuales, cuyo compromiso con la predicación urbana y la vida comunitaria estable permitió que esta oración resonara cada día desde los campanarios del mundo cristiano.