Del Evangelio de san Juan 4, 43-54
En aquel tiempo, se fue Jesús porque: «Un profeta no es estimado en su propia patria».
Cuando llegó a Galilea lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén durante la fiesta.
Allí estaba un padre que tenía un hijo enfermo y, oyendo que Jesús había llegado fue a verlo, para pedirle que bajase a curar a su hijo que estaba muriéndose.
Jesús le dijo: «Solo creéis cuando veis pruebas. Vete que tu hijo se ha recuperado».
El hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino. Los criados vinieron a su encuentro diciéndole que su hijo vivía. Él preguntó que a qué hora había empezado la mejoría. Y se dio cuenta de que fue cuando Jesús le había dicho: «Tu hijo vive». Y creyó él con toda su familia.
Señor Jesús, te reconozco que muchas veces he pensado que me sería mucho más fácil entregarte mi vida si antes hubiera podido ver con mis propios ojos algún milagro tuyo. Sin embargo, el texto de hoy nos muestra a un padre que nos enseña una gran lección: no es necesario presenciar nada grandioso para confiar en ti, nos debe bastar el encuentro personal contigo y con tu palabra.
Siglos después, San Francisco también tuvo un encuentro personal contigo y se fio de tu palabra. Por todo esto, hoy solo te pido una cosa: que tu palabra me sea suficiente para confiar en ti, como el niño que se fía de su padre.
Amén.
A lo largo de esta semana, cuando me levante por la mañana, haré la señal de la cruz y repetiré: “Confío en ti.”
