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Pax et Bonum · 30 noviembre, 2023

San Francisco de Asís

San Francisco nació en Asís (Italia) a finales de 1181 o principios de 1182. Pertenecía a una familia rica. Su padre, Pedro de Bernardone, era comerciante de telas, y su madre, Pica, era una mujer culta originaria del sur de Francia. Ejerció durante un período el oficio de su padre, cultivando al mismo tiempo los ideales caballerescos de su época. Rico, hábil en los negocios, de compañía y conversación agradables, poseía todo lo necesario para seducir, triunfar y deslumbrar. Y no se privaba de ello. Fácilmente excéntrico, le gustaba hacerse notar. Ambicioso, soñaba con conquistar grandes metas. Los honores militares, el triunfo y la gloria asediaban su mente.

Sin embargo, el camino se vio truncado: la derrota en una batalla, un año en la cárcel y un tiempo largo de enfermedad le golpearon duramente. Sus sueños de grandeza chocaron con la realidad. Repuesto de la enfermedad, lo intentará de nuevo. Esta vez irá al sur de Italia, a luchar en favor del Papa, pero en la ciudad de Espoleto un sueño y una voz misteriosa (“¿quién te puede dar más, el señor o el siervo?”) derrumbarán de nuevo sus proyectos.

De regreso a Asís empezará para él un periodo de oscuridad y gran confusión: “Alto y glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón…”, era su oración más repetida. Y también de muchas luchas interiores: “Oraba en lo íntimo a su Padre… Sostenía en su alma tremenda lucha… uno tras otro se sucedían en su mente los más varios pensamientos» (1Celano 6).  Francisco nunca olvidará esta primera etapa de su conversión en la que descubrió que el camino del Evangelio empieza siempre con un desgarro: “Vende todo lo que tienes”. ¿Cómo acoger el tesoro escondido y la perla preciosa sin dejar que nuestras pequeñas riquezas resbalen de nuestras pobres manos?

Estamos en 1205. Francisco se va apartando de los amigos, intensifica la vida de soledad y oración en la ermita de San Damián y en otros lugares, frecuenta la compañía de los pobres, va en peregrinación a Roma… Se remontan a este período los “encuentros” que marcarán un antes y un después en su vida: con los leprosos, que vivían en los alrededores de Asís y hacia los cuales el Señor le condujo para practicar con ellos la misericordia, y con Cristo crucificado en la ermita de San Damián. Fue en esta pequeña iglesia donde un día, estando en oración, Cristo desde la cruz le dijo: “Ve, Francisco, y repara mi Iglesia que amenaza ruina”. El joven Francisco se tomó al pie de la letra la misión recibida, reparando materialmente la pequeña ermita que amenazaba con derrumbarse. Poco a poco comprendió su verdadero sentido: la situación dramática de la Iglesia en aquel tiempo.

Reconociendo más claramente la llamada de Dios, decidió renunciar a sus proyectos y abandonar todo lo que tenía para vivir el Evangelio “sin rebajas” y reconstruir así la Iglesia de Cristo. En la ciudad que le vio nacer, llevó a cabo un gesto desconcertante: ante la presencia del obispo, de su padre y de muchos ciudadanos curiosos, se despojó de sus vestidos, renunciando a la herencia paterna, y, más profundamente, ¡a un cierto estilo de entender la vida! Desnudo y despojado de todo, puso su vida y su futuro en manos de Dios Padre y, también, en manos de la Iglesia, que en la persona del obispo lo acogió bajo su manto materno.

Al principio vivió junto al sacerdote que atendía la iglesia de san Damián y, más tarde, como eremita, dedicándose a la oración y la penitencia, reparando iglesias y sirviendo a los leprosos, hasta que, en 1208, tuvo lugar otro acontecimiento fundamental en el itinerario de su conversión. Escuchando un pasaje del evangelio de san Mateo -el discurso de Jesús a los Apóstoles enviados a la misión-, Francisco se sintió llamado a seguir la humildad y la pobreza de Cristo, dedicándose a la predicación.

Un cambio de vida tan grande de quien hasta entonces había sido “el rey de las fiestas”, poco a poco fue haciendo mella entre los jóvenes de Asís y sus alrededores, algunos de los cuales siguieron su ejemplo uniéndose a él en la cabaña de Rivotorto, en la llanura de Asís, y más tarde en la Porciúncula. Comenzaba así a formarse la primera fraternidad. El primero de todos fue Bernardo de Quintaval. Después llegaron Pedro y Gil, más tarde Ángel, Silvestre, Felipe… y muchos más. San Francisco recordará en su Testamento este momento con las siguientes palabras: “Cuando el Señor me dio hermanos”.

En 1209, llegando al nuevo de doce, fueron a Roma, para pedir al gran Papa Inocencio III la aprobación de su humilde propósito de vida según el Evangelio. Aunque en un primer momento el Papa fue reticente, teniendo en cuenta la experiencia negativa previa con otros grupos que querían vivir radicalmente el Evangelio, finalmente fueron acogidos y escuchados por aquel gran Pontífice, que, iluminado por el Señor, intuyó el origen divino del movimiento suscitado por Francisco.

Quiso poner desde el principio su pequeño “nosotros” de su fraternidad, dentro del gran “nosotros” de la Iglesia católica. Y es que había comprendido que todo carisma que da el Espíritu Santo hay que ponerlo al servicio del Cuerpo de Cristo; por lo tanto, quiso actuar siempre, a pesar de las dificultades e incomprensiones, en plena comunión con la Iglesia. En la vida de los santos no existe contraste entre carisma profético y carisma de gobierno y, si se crea alguna tensión, saben esperar con paciencia los tiempos del Espíritu Santo. En 1223, el Papa Honorio III aprobará oficialmente la Regla de los Frailes Menores o Regla franciscana.

Francisco y sus hermanos, cada vez más numerosos, se establecieron en la iglesia de santa María de los Ángeles, también conocida como Porciúncula. Unos años más tarde, Clara, una joven de Asís de familia noble, se unirá a Francisco y su fraternidad en ese mismo lugar de la Porciúncula. Nacía la Segunda Orden franciscana, la de las Clarisas, otra experiencia destinada a dar grandes frutos de santidad en la Iglesia desde el silencio y la oración incesante de la clausura. Un poco más tarde, Francisco daría inicio también a la Tercera Orden, formada principalmente por laicos, que aún hoy dan testimonio en la sociedad del ideal franciscano de pobreza, humildad y misericordia en la vida familiar, el trabajo, el compromiso solidario, etc.

Compuesta por tres Órdenes: los Frailes (Primera Orden), las Hermanas Pobres, hoy llamadas “Clarisas” (Segunda Orden) y la Orden Franciscana Seglar, compuesta por laicos de ambos sexos (Tercera Orden). En la rama masculina está también la Tercera Orden Regular, cuyos miembros son religiosos. Existe otro grupo importante de Institutos femeninos que profesan la Regla de la Tercera Orden Franciscana.

San Francisco, enamorado de Cristo, eligió junto con sus hermanos una vida pobre, casta y obediente. La pobreza fue para él desapego de las cosas del mundo para poder fijar la mirada en los bienes que no pasan y, también, cercanía real con los pobres y desvalidos. Eligiendo la castidad, san Francisco entregó todo su corazón al Señor y renunció a formar una “familia humana”, para formar parte de “otra familia”: la de sus hermanos, que él consideraba un verdadero don de Dios. La obediencia fue para él reconocer a Dios como único Señor, que manifiesta su voluntad también a través de los hombres. No por casualidad, Francisco llamó “ministros” a los superiores, es decir, a aquellos que tienen como misión ayudar al resto de hermanos a conocer y cumplir la voluntad de Dios.

El deseo de anunciar a Cristo era tan fuerte en san Francisco y en sus hermanos que constantemente recorrían pueblos, castillos y ciudades predicando el Evangelio, la paz y la conversión del corazón. Marchó incluso a Egipto para predicar al sultán. En una época en la cual existía un fuerte enfrentamiento entre cristianos y musulmanes, Francisco se presentó ante el sultán en 1219 armado sólo de su fe y de su mansedumbre personal. Las crónicas de la época nos narran que el sultán le brindó un recibimiento cordial. Según la tradición, un año después san Francisco visitó Tierra Santa, plantando así una semilla que daría mucho fruto: sus hijos espirituales harían de los Santos Lugares donde vivió Jesús un ámbito privilegiado de su misión, siendo aún sus custodios.

Cada Navidad, san Francisco quedaba profundamente conmovido al “ver” al Hijo de Dios hacerse hermano nuestro. Lo que animaba al Poverello de Asís era el deseo de experimentar de forma concreta, viva y actual, la humilde grandeza del acontecimiento del nacimiento del Niño Jesús y comunicar su alegría a todos. Para resaltar este acontecimiento, la noche de Navidad de 1223, en Greccio, quiso representar la humilde gruta de Belén, celebrando la Eucaristía sobre un pequeño altar colocado encima de un pesebre. En Francisco el amor a Cristo se expresaba de modo especial en la adoración del Sacramento humilde y sublime de la Eucaristía, presencia real de Cristo vivo y glorioso, y en la veneración de sus santísimos nombres y palabras.

Cada Navidad, san Francisco quedaba profundamente conmovido al “ver” al Hijo de Dios hacerse hermano nuestro. Lo que animaba al Poverello de Asís era el deseo de experimentar de forma concreta, viva y actual, la humilde grandeza del acontecimiento del nacimiento del Niño Jesús y comunicar su alegría a todos. Para resaltar este acontecimiento, la noche de Navidad de 1223, en Greccio, quiso representar la humilde gruta de Belén, celebrando la Eucaristía sobre un pequeño altar colocado encima de un pesebre. En Francisco el amor a Cristo se expresaba de modo especial en la adoración del Sacramento humilde y sublime de la Eucaristía, presencia real de Cristo vivo y glorioso, y en la veneración de sus santísimos nombres y palabras.

En el mes de septiembre de 1224 el cielo se abrió sobre el monte de Alverna y Cristo crucificado descendió e imprimió sobre el cuerpo de san Francisco los estigmas de la pasión. Su camino de discípulo lo había llevado a una unión tan profunda con el Señor que compartía incluso sus señales exteriores del acto supremo de amor de la cruz. Un camino iniciado en san Damián ante Cristo crucificado contemplado con la mente y con el corazón. La experiencia de Francisco sobre el monte Alverna nos recuerda que estamos llamados a recuperar la dimensión sobrenatural de la vida, a levantar los ojos a lo alto, para volver a abandonarnos totalmente al Señor, con corazón libre y en perfecta alegría, contemplando al Crucificado para que nos hiera con su amor.

San Francisco llegó a ser uno con Cristo crucificado llevando las llagas sobre los pies, las manos y el costado: un don que expresa su íntima identificación con Jesús, a quien tanto amó y a quien invitaba a amar, porque como solía repetir entre lágrimas: “El Amor no es amado”. Se ha dicho que Francisco representa un alter Christus: era verdaderamente un icono o imagen viva de Cristo. Fruto de esta sublime experiencia, el Pobrecillo nos dejó una preciosa oración, las Alabanzas al Dios altísimo.

Tú eres santo, Señor Dios único, que haces maravillas.

Tú eres fuerte, tú eres grande, tú eres altísimo…

Tú eres el bien, todo bien, sumo bien, Señor Dios vivo y verdadero.

Tú eres amor, caridad; tú eres sabiduría, tú eres humildad, tú eres paciencia,

tú eres belleza, tú eres mansedumbre, tú eres seguridad,

tú eres quietud, tú eres gozo, tú eres nuestra esperanza y alegría…

Tú eres toda nuestra dulzura, tú eres nuestra vida eterna:

Grande y admirable Señor, Dios omnipotente, misericordioso Salvador.

La muerte de san Francisco -su transitus– aconteció la tarde del 3 de octubre de 1226, en la ermita de la Porciúncula. En ese mismo lugar, en el año 1216 y por intercesión de la Madre de Dios, Francisco había obtenido para todos un manantial de misericordia en la experiencia del “gran perdón” de Asís o indulgencia de la Porciúncula (cada año se celebra el 2 de agosto). Cuentan que san Francisco, escuchando decir al médico que no había remedio humano para su mal, extendió con toda devoción y reverencia sus manos al Señor y dijo con alegría desde el lecho donde yacía: «Bienvenida sea mi hermana muerte. Pues, si es voluntad de mi Señor que muera pronto, llama a los hermanos León y Ángel para que canten a la hermana muerte».

Los dos hermanos, llenos de tristeza y dolor, cantaron entre lágrimas el Cántico del hermano sol y de las demás criaturas que el Santo había compuesto. Y, al llegar a la última estrofa del Cántico, añadió estos versos de la hermana muerte, cantando: «Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal, de la cual ningún hombre viviente puede escapar. ¡Ay de aquellos que mueran en pecado mortal! Bienaventurados aquellos a quienes encontrará en tu santísima voluntad, pues la muerte segunda no les hará mal». Después de bendecir a su querida ciudad de Asís y a sus hijos espirituales, entregó su alma al Creador, recostado desnudo sobre la tierra desnuda.  

En 1228, el Papa Gregorio IX, gran amigo y confidente de san Francisco, lo inscribió en el libro de los santos. Había trabajado mucho en la viña del Señor: empeñado y fervoroso en oraciones, ayunos, vigilias, predicaciones y caminatas apostólicas; perseverante en el cuidado y compasión del prójimo y en el olvido de sí mismo, desde el momento de su conversión hasta su tránsito a Cristo, a quien había amado de todo corazón, mantuvo continuamente viva su memoria, le alabó con la boca y lo glorificó con sus obras.

Poco tiempo después se construyó en Asís una bellísima basílica bajo la dirección de fray Elías de Cortona. El cuerpo del santo reposa en la cripta, rodeado de algunos de sus primeros compañeros. Es meta de numerosos peregrinos, que pueden venerar la tumba del santo, pedir su intercesión, empaparse de su espiritualidad y gozar de la visión de los frescos de Giotto, el pintor que ilustró de modo magnífico la vida de san Francisco. En 1289 Nicolás IV, primer Papa franciscano de la historia de la Iglesia, le concedió el título de Iglesia papal.

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