Adaptación del Evangelio de Lucas (Lc. 1, 26-38)
En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una mujer desposada con un hombre llamado José, cuyo nombre era María.
El ángel, le dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y su reino no tendrá fin. También tu pariente Isabel va a tener un hijo en su vejez, y ya está de seis meses, “porque para Dios nada hay imposible”.»
María contestó: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.»
Y el ángel se retiró.
Si María se asustó, ¿cómo no iba a hacerlo yo? ¡Dios mío! ¡Cuántas veces te busco, en las alegrías y el gozo, y tantas veces aparecen el miedo y la angustia! Es un temor fruto del no ver tu mano poderosa sosteniéndome, de no ver la fe que tienes en mí para que haga lo que generosamente me pides, pues no me lo pides porque Tú me necesites como un instrumento, me lo pides porque quieres que, haciéndolo, sea feliz.
Lo más importante no es el éxito de la empresa que me mandas. San Francisco, al final de su vida, también tuvo que aceptar cierto “fracaso” dentro de su
fraternidad. Señor, sé que el fruto más precioso que buscas en mí soy yo correspondiendo a tu amor y amando a mi prójimo.
Gracias, Madre, por creer que no hay nada imposible para Dios. Por enseñarnos con tu vida que cuando le hacemos un hueco dentro de nosotros, cuando nos atrevemos a decirle sí, quizás no sea fácil, pero nos acompaña una fuerza que no es nuestra, que nos permite ver más allá y un corazón capaz de amar y agradecer lo asombroso, lo inesperado, lo que parecía imposible.
Amén.
Hoy, voy a realizar algo que me cueste y lo haré desde la confianza en Dios, con humildad para que transforme mis pobrezas en testimonio de su fuerza y su poder.