Del Evangelio de san Lucas 4, 24-30
Habiendo llegado Jesús a Nazaret, le dijo al pueblo en la sinagoga:
«En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio».
Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo.
Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.
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Jesús, tú sabes que nosotros haríamos lo mismo contigo que querían hacer los que estaban en la sinagoga. Tú sabes que me creo mejor que los demás y que no se me puede decir nada. En cuanto tu Palabra no coincide con mis planes, quisiera sacarte de mi vida para hacer mi voluntad.
Muchas veces me olvido de que tú has venido a buscar a los que no te conocen. Tú, Jesús, dices: “no necesitan médico los sanos, sino los enfermos”. En cambio, yo no me doy cuenta de que soy un enfermo, que necesito de ti todos los días. Tantas veces me creo sano, autosuficiente y, casi, pienso que no preciso de ti.
Ayúdame a no ser un fariseo, a no creerme santo, sino pecador y necesitado de ti. Solo así podré abrirte el corazón para que entres en él y sanes mis heridas, para que llenes ese vacío que yo intento cubrir con tantas cosas que lo único que hacen es agrandarlo. Solo tú, Jesús, puedes calmar la sed de amor y verdad que tiene mi corazón. Amén.
Hoy voy a pensar en una cosa que necesito que Jesús me dé y se lo voy a pedir en oración.
