Del Evangelio de san Lucas 21, 25-28.34-36
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y el oleaje, desfalleciendo los hombres por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues las potencias del cielo serán sacudidas. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación. Tened cuidado de vosotros, no sea que se emboten vuestros corazones con juergas, borracheras y las inquietudes de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra. Estad, pues, despiertos en todo tiempo, pidiendo que podáis escapar de todo lo que está por suceder y manteneros en pie ante el Hijo del hombre».
La cabeza baja en el lenguaje corporal suele identificarse con inseguridad, miedo, tristeza, desesperanza o timidez. Sin descartar el síndrome del “text neck”, un trastorno ocasionado al adoptar una mala postura del cuello por el uso excesivo de dispositivos móviles… Una cosa es cierta: con la cabeza baja sólo nos vemos a nosotros mismos. Y podemos llegar a creer que estamos solos y que únicamente contamos con nuestras propias fuerzas. Que todo depende de lo que hagamos, consigamos o nos propongamos. Pero, ¿qué ocurre cuando no es así? Cuando querer no es poder. Cuando nos topamos con nuestra fragilidad y la del mundo que nos rodea. Cuando todo se tambalea, hasta incluso lo que parecía más sólido. Así comienza el evangelio de este primer domingo de Adviento: con toda la creación tambaleándose; con gente llena de miedo, impotencia, ansiedad…, es decir, con la cabeza baja.
Señor, muchas veces también yo voy por la vida con la cabeza baja. Por miedo, por inseguridad, por timidez…, o porque me encierro en mi mundo, me refugio en mi comodidad o en el placer egoísta, porque deja de importarme la vida de los demás, porque me resigno a que mi vida es como es y nada nuevo puede suceder. Por eso, al comienzo de este Adviento, necesito escuchar tus palabras, que son un grito que quiere despertarme y espabilarme: “Levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación”. Sí, te lo pido: levántame. Levanta mi cabeza, mi corazón, mi esperanza, mi ilusión y mi mirada.
Señor, que todo lo “viejo” que hay en mí, en el mundo o en la Iglesia, todo lo que hay de cansancio, resignación o repliegue sobre mí mismo quede superado por esta humilde certeza: Tú vienes para ser el Dios-con-nosotros. Sí, con nosotros, con todo lo nuestro. Nada es imposible para ti. Vienes para salvarme… también de vivir con la cabeza baja. ¡Que me deje salvar, Señor!, para que, como san Francisco, ponga mi mirada en la Tuya, en la belleza de tu Creación, en mis hermanos, en los leprosos de hoy, en tu Madre María, en las maravillas que haces en mí y que muchas veces no veo, en el cielo, etc. Te lo pido, Señor. Amén.
Hoy intentaré caminar con la cabeza levantada, mirando y agradeciendo todo lo que me rodea.