¡No te asustes! No es nada grave creer que tienes vocación. Nadie viene a este mundo sin una vocación… Es cierto que esta palabra (y lo que conlleva) no está muy bien vista en nuestros días. En ocasiones nos asusta y confunde; otras veces despierta lo mejor de nosotros mismos y otras incluso nos abruma, queriendo eliminarla de nuestra mente para no complicarnos la vida. Pero, ¿quién querría eliminar la posibilidad de ser feliz de verdad? En otras palabras: vivir la vida a la que hemos sido llamados por Dios, encontrar nuestro sitio y el sentido de nuestra existencia. Dios nos ha creado, nos ha amado y nos ha elegido primero (Juan 15, 16). El «querer» de Dios, ¡su voluntad!, es que lleguemos a vivir junto a Él lo que ha preparado con tanto amor para cada uno de nosotros.

Por lo tanto, la vocación no puede ser más que la decisión libre por parte de Dios, que llama y propone, y por parte del hombre, que acepta la propuesta y la hace suya (o no: ¡recuerda al joven rico del Evangelio!) como respuesta de amor a quien primero pensó en él con amor. Y como para Dios somos únicos e irrepetibles, cada vocación es distinta y específica para cada uno, de ahí la necesidad de descubrir la propia vocación.
 
Dentro de las posibles vocaciones, algunos escuchan la llamada a seguir a Cristo a través “de un don particular en la vida de la Iglesia”, esto es, los consejos evangélicos: castidad ofrecida a Dios, pobreza y obe­diencia, como consejos fundados en las palabras y ejemplos del Señor, que han vividos tantos creyentes a lo largo de la historia de la Iglesia, especialmente para nosotros san Francisco y santa Clara.