Del Evangelio de san Lucas 15, 1-3. 11-24
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo:
«Ese acoge a los pecadores y come con ellos».
Jesús les dijo esta parábola:
«Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre:
“Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.
Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada.
Recapacitando entonces, se dijo:
“Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros».
Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos.
Su hijo le dijo:
“Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”.
Pero el padre dijo a sus criados:
“Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”.
Y empezaron a celebrar el banquete.
Qué peligroso es, Dios mío, el pecado que no se ve! Aquellos publicanos que comían con Jesús eran evidentes pecadores, como lo era el hijo menor de la parábola. Sin embargo, el pecado para el hijo mayor era desconocido. Tampoco los fariseos y los escribas sabían de su pecado. Para ellos era evidente que los pecadores eran los que se sentaban en la mesa contigo, Señor, y es que es una tendencia que tenemos los que nos pensamos cercanos a ti la de creer que estamos libres de pecado y podemos tirar la primera piedra. “Quien dice que no peca es un mentiroso” y el peor de los pecadores es el que se cree ya santo…
Por eso te pido, Señor, que despejes de mí y de los que me rodean toda clase de perfeccionismo estéril, toda miopía sobre el mal que llevamos dentro, para que jamás juzguemos la realidad del otro sin mirar nuestra profunda pobreza. Porque, como sabía san Francisco, la Dama Pobreza es la entrada a la salvación, porque a ella solo la aman los humildes.
Igual que de la nada de la existencia nos sacaste, de la nada del pecado nos levantas con amor. Pero, ¿quién podrá ser perdonado si no pide antes perdón, si no conoce su pecado? Ayúdame, Espíritu Santo, a ser humilde para ver mi pecado, para que siempre me sienta necesitado de tu misericordia.
Hoy en la oración le pediré a Dios que me haga humilde para reconocerme pecador y, sobre todo, para ver que, a pesar de ello, me ama con locura.
