Inicios
IDENTIDAD / Inicios
Fundados por san Francisco de Asís en 1209 como Orden de Frailes Menores, a partir del siglo XIV se añadió la denominación de “Conventuales” para expresar un tipo de vida y de apostolado: el que realizaban los hermanos en los conventos e iglesias de los centros urbanos. Y, más adelante, para distinguirnos de las diferentes reformas que iban surgiendo dentro de la Orden. San Francisco quiso que sus hermanos se llamasen Frailes Menores para que, por el mismo nombre, no olvidaran que habían venido a la escuela de Cristo humilde para aprender la humildad. Los hermanos que, poco a poco se fueron extendiendo por todo el mundo, formaban verdaderas fraternidades siguiendo las huellas de Cristo y de los apóstoles: renunciaban a todos sus bienes, honores y títulos, oraban juntos, cuidaban unos de otros con amor de madre, se ponían al servicio de todos, anunciaban por pueblos y ciudades la conversión y el reino de Dios.
La vida franciscana tuvo su origen en la escucha de Cristo y su evangelio. Nos lo muestra el episodio ante el Cristo de la ermita de San Damián, cuando el Señor mismo pidió a Francisco que reparara su Iglesia, que amenazaba ruina. Y aquel otro en que estando en la Porciúcula con sus primeros dos compañeros, después de escuchar el relato de misión de los discípulos, Francisco exclamó: “Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica” (Tomás de Celano, Vida Primera, IX, 22).
«Vivir según el santo Evangelio» fue el carisma específico revelado por el Señor a san Francisco. El resultado de su encuentro con la Buena Noticia del Padre fue una vida pobre, humilde, fraterna, entregada a la predicación y a las obras de misericordia. Ser discípulo no consiste en seguir una idea, es encuentro y familiaridad con una persona: Jesucristo. El hermano menor vive su vocación a la luz de la experiencia de san Francisco de Asís y sus primeros hermanos, es decir, siguiendo con radicalidad las huellas de Cristo. Como María, Virgen hecha iglesia, también nosotros queremos meditar y guardar en el corazón el evangelio, la Palabra del Padre, para conformar nuestra vida con la vida de Cristo, su Hijo, “que Él nos dio, nació por nosotros, se ofreció a sí mismo como sacrificio en la cruz y nos dejó un ejemplo para que sigamos sus huellas” (San Francisco, II Carta a los fieles 11-13).