Del Evangelio de san Mateo 6, 7-15
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Cuando recéis, no uséis muchas palabras, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis. Vosotros orad así:
“Padre nuestro que estás en el cielo,
santificado sea tu nombre,
venga a nosotros tu reino,
hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo,
danos hoy nuestro pan de cada día,
perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden,
no nos dejes caer en la tentación,
y líbranos del mal”.
Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre celestial, pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas».
Jesús, ¡qué difícil es pedir perdón! A nosotros, que siempre nos creemos los mejores, nos cuesta tantísimo reconocer que nos hemos equivocado, que no somos tan perfectos como creemos.
¡Qué humilde hay que ser para pedir perdón! Pero, ¿cómo se puede ser humilde? Pues aceptando de corazón lo que somos, seres humanos débiles, frágiles, que nos confundimos una y mil veces.
Y ¿qué decir de perdonar?… Llevamos cuenta de todo el mal que nos han hecho y no somos capaces de “hacer borrón y cuenta nueva”. Perdonamos con la boca pequeña: “Sí, te perdono, pero…”, ese “pero” que significa: “pero no olvido”, “pero te la guardo” …
Tenemos tanto que aprender de San Francisco. Él relaciona el perdón con la verdadera alegría. Perdonar y pedir perdón están íntimamente ligados con la verdadera alegría, porque solo el que es humilde es verdaderamente feliz, puede vivir verdaderamente alegre. Solo el que es humilde ama, y el que ama, perdona. Por eso te necesito Jesús, pues sólo contigo me será posible amar, perdonar y pedir perdón.
Hoy rezaré con calma el Padrenuestro con la intención de perdonar de corazón a alguien que me haya ofendido recientemente o quizás hace tiempo.
