Del Evangelio de san Mateo 5, 17-19
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud.
En verdad os digo que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley.
El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos.
Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos».
¡Cómo te necesito! Mi corazón anhela ser feliz, y estar saciado y hoy me dices que tú has venido a darme esta plenitud que tanto deseo. Pero también me hablas de que no has venido a abolir nada de la Ley y que pobre del que se salte uno de los preceptos menos importantes… ¡Qué difícil es a veces seguirte!
Te doy gracias, Jesús, por tu bondad infinita y porque no vienes a abolir la Ley sino a darle plenitud, vienes a darte a conocer de verdad, para que podamos agradarte y servirte desde el amor y no desde las normas.
En este sermón tú hablabas delante de judíos, escribas, fariseos, y ellos tenían más de 600 leyes que cumplir… qué difícil sería. ¡Pero de golpe vienes Tú! Y nos dejas tan solo dos mandamientos que engloban todo el resto: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” y “amarás al prójimo como a ti mismo”.
Y aquí está la plenitud, en amarte a ti, en pedirte cada día que me enamores más, para que pueda amarte mejor, en tener cada día un encuentro contigo. ¡Tú deseas cada día encontrarte conmigo y llenar mi vasija, llenar mi corazón, pero está roto, me han hecho daño… y estoy herido por el pecado. Por eso tú, cada día, vienes a mí, y renuevas y sanas mi corazón.
Gracias, Señor, porque cumples todas y cada una de tus promesas. Tú eres el Dios de promesas y hoy me prometes que la recompensa es el cielo, que el lugar donde voy a ser pleno es al estar en tu presencia. ¡La recompensa es estar contigo! Aquí en la tierra, como en el cielo.
Señor, te entrego mi corazón quebrantado y humillado, para que tú, que nunca lo desprecias, lo llenes de tu amor. Con san Francisco te digo: “Derramo ante ti mi corazón”. Amén.
Pregúntate hoy, al final del día: ¿dónde he dejado de amar? ¿A quién he dejado de darle amor en algún momento, a Dios, a mi familia, a mis amigos, a mis compañeros, a aquellas personas que más me cuesta soportar? Pide perdón.
