Del Evangelio de san Lucas 1, 67-79
En aquel tiempo, Zacarías, padre de Juan, se llenó de Espíritu Santo y profetizó diciendo:
«Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación en la casa de David, su siervo, según lo había predicho desde antiguo por boca de sus santos profetas. Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odian; realizando la misericordia que tuvo con nuestros padres, recordando su santa alianza y el juramento que juró a nuestro padre Abrahán para concedernos que, libres de temor, arrancados de la mano de los enemigos, le sirvamos con santidad y justicia, en su presencia, todos nuestros días. Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación por el perdón de sus pecados. Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz».
El Evangelio de hoy nos presenta el llamado Benedictus, el canto que Zacarías entonó cuando vio nacer a su hijo Juan. Y al ver al niño vislumbró una brizna del plan divino, y al desatársele la lengua no pudo sino bendecir a Dios, igual que lo hizo san Francisco en Greccio, al rememorar la ternura del Niño de Belén.
¡Oh, Misterio de amor insondable, que vienes a encarnarte en nuestra indigencia! Vienes y nos visitas – ¡dos veces lo dice el Benedictus! – , pero la tuya es la historia de un viaje de ida y vuelta, para guiarnos hacia el destino que nos tienes preparado desde la eternidad. La salvación, la entrañable misericordia y la santa alianza son los senderos que nos conducen a tu presencia misma, para servir – ¡para vivir! – en tu presencia todos nuestros días. Ese es nuestro verdadero hogar: tu presencia, es decir… ¡Tú! Tú mismo eres nuestro destino, ese deseo inagotable, nuestro anhelo más profundo. Y la justicia, y la santidad, y la luz, y la paz, son los signos que te preceden y la hoja de ruta para encontrarte, para llegar a Ti.
Bendito seas, oh, Niño de Belén, que vienes a llevarnos de vuelta a casa.
¡Maranathá! Amén.
Hoy, colocado junto al Belén, voy a decirle al niño Dios: «¡Ven, Señor Jesús!»